Podría definirse como la capa de la piel que mantiene unida y protegida las capas más externas de la piel (la córnea y la epidermis). Para que estas capas puedan protegernos de los agentes externos (polución, radicales libres, alérgenos, virus, bacterias, humedad, temperatura, radiación solar, luz azul…) es necesario que exista una barrera firme y sólida formada por buenos “ladrillos” y mucho “cemento”. En la piel, estos ladrillos son los corneocitos y el cemento son sustancias lipídicas ricas en ceramidas, ácidos grasos libres y colesterol.
Cuando la barrera de la piel está en perfecto estado, la piel está suave, flexible, hidratada y tersa. Sin embargo, cuando se compromete su integridad, la piel se vuelve áspera, rugosa y seca, ya que es incapaz de desempeñar este papel protector, permitiendo la pérdida de agua trans-epidérmica y la entrada de agentes externos irritantes y/o dañinos. Es por ello que la piel también se vuelve más reactiva y sensible y puede aparecer sensación de picazón, enrojecimiento o ardor.
A continuación se exponen los factores que de forma más habitual pueden alterar o dañar la función barrera de la piel.